¿Pueden ser autónomas las mujeres en un sistema cultural complementario? Es posible que en un sistema cultural de cazadores-recolectores, podamos encontramos con un contexto de interacción en el que la mujer y el hombre tienen el mismo valor desde su autonomía; y lo mismo acontece, pues, con la madre y el padre, la recolectora y el cazador. Un sistema, en definitiva, en el que no hay preferencia ni por el chamán ni por las “venus” (Con el término venus hago referencia a la figura de la mujer que simboliza la vida y que aparecieron en el auriñaciense, hace unos 30.000 años. Son las primeras representaciones creadas por el ser humano, muy anteriores al chamán (cazador) de las pinturas rupestres, más propias del solutrense-magdaleniense (20.000-15.000 años)).
Para esta clasificación véase, por ejemplo, Facchini, F., L`Home: ses origines, p. 147, Flammarion, Milán, 1990.
Ahora bien, durante el Solutrense y el Magdaleniense se rompe el equilibrio que se produce entre el ethos femenino y el ethos masculino.
Entre el hombre y la mujer se produce una simetricidad representacional y afectiva, que da lugar a unas pautas conductuales complementarias, de sometimiento de la mujer al hombre, de la madre y esposa al guerrero-cazador.
En efecto, la mujer es madre y, en el seno de la intersubjetividad ya no es un factor de equilibrio y cohesión, sus logros sociales se identifican con los logros de sus hijos, el cuál sólo se identifica con su padre y con el clan de su madre (Hay matrilinealidad: preeminencia de los varones ligados a la descendencia de la madre, pero no matriarcado: gobierno de mujeres).
Por otro lado, la mujer es esposa, y desde aquí, sólo puede atribuirse una parte del estatus de su marido, sin que él tome nada de ella.
Desde esta perspectiva, el control que la madre puede ejercer sobre los hijos debe ser, a su vez, controlado, dirigido, pues puede alterar el sistema social.
Este control se realiza mediante la configuración de un sistema arquetípico que:
1. Establece una primacía y una separación de lo masculino sobre lo femenino; de tal modo que mujeres y hombres son separados desde la infancia.
2. Establece un espacio ritual en el que los niños acceden al mundo adulto (social) en el seno de un clan.
3. Establece un contexto de referencia en el que lo femenino es reinterpretado desde lo masculino.
El resultado final es un sistema que se desarrolla desde la complementariedad como contexto, alejando a la mujer de toda esfera de poder, y controlando su influencia sobre la educación de los hijos.
Desde aquí, y en referencia al tema de la autonomía del ethos femenino con respecto al masculino, el control de la mujer se hace, incluso, más necesario, puesto que es el elemento fundamental para la transmisión de todo el sistema de representaciones y valores que van a configurar la personalidad de los individuos. La autonomía se hace, pues, imposible.
Por eso, es un error considerar que la mujer adquiere, en sí misma, consideración social como individuo y, por tanto pueda ser autónoma, y aunque se pueda considerar que toda la mitología de la mayor parte del neolítico (Ver Gimbutas, M., “La religión de la diosa en la Europa mediterránea”, en Ries, J., Tratado de antropología de lo sagrado. Las civilizaciones del Mediterráneo y lo sagrado, pp. 41-61, Trotta, Madrid, 1997), hace referencia a una feminidad en la que la mujer representa, unívoca y exclusivamente, la fuerza creadora de la Naturaleza, esta representación se hace a través de la figura de la madre, que se transformará posteriormente en “virgen”, esto es, en madre de un dios.
En este sentido, hay que destacar que a lo largo de todo el periodo paleolítico el chamán se va transformando progresivamente en sacerdote, figura que va a adquirir consolidación a lo largo del neolítico, por lo que no necesita representación alguna. Por ello no es de extrañar que no abunden las representaciones masculinas en las esculturas del Neolítico europeo. En Achillion, por ejemplo, sólo dos de las doscientas imágenes representan deidades masculinas” (Gimbautas, p.56).
En este nuevo sistema de relación, el de la mujer como madre y el del hombre como sacerdote, que sustituye al de la venus y el chamán, la mujer va a jugar un papel mucho más importante, por cuanto de ella dependerá el control, de modo inmediato, de todo el proceso de aprendizaje social de los individuos, sobre todo en lo que respecta a su dimensión emocional. El hombre en tanto que sacerdote, por su parte, adquirirá un papel de control sobre la mujer, constituyéndose así como un mecanismo de control intersubjetivo creado por el sistema, con el fin de mantener, a distancia, el equilibrio de la propia comunidad, de tal modo que la familia, reorganizada a través de la las figuras de la “madre” y el “sacerdote” se conforma sobre la base de la complementariedad, desarrollándose, a partir de ahora, cognitivamente a partir de la figura del “padre”.
No se nos puede olvidar que la subjetividad debe ser controlada, pero esta ya no tiene un contacto cognitivo y afectivo inmediato con la intersubjetividad. Es decir, los individuos ya no tienen un contacto directo e inmediato ni con un grupo ni con un clan, que los vincule con el sistema social. El momento crucial es éste, el momento en el que, desde una perspectiva social, las dimensiones, emocional y cognitiva, del individuo adquieren funciones distintas, interiorizándose aquélla (inconsciente), y universalizándose ésta (conciencia), lo cual implica, de modo inmediato, no sólo un desajuste en el propio individuo, sino un desequilibrio entre su dimensión subjetiva y su dimensión intersubjetiva. En este momento, la familia debe asumir todas las funciones que antes compartían con el grupo y/o con el clan, con el fin de reducir, insisto una vez más, emocionalmente, la distancia efectiva entre la intersubjetividad, que es Estado, y la subjetividad.
Es, precisamente, esta distancia efectiva entre el individuo y el Estado, lo que hace necesario que se consolide una estructura mitológica rígida que:
1. Conforme la personalidad de los individuos desde su nacimiento, de una manera unívoca y unidireccional. Esto es, que todos los individuos se constituyan cognitiva y emocionalmente (sobre todo) en la interioridad de un linaje único, más allá del grupo local o del clan.
2. Determine, unívoca y unidireccionalmente, los patrones conductuales y las conductas de los individuos, de tal modo que se adecuen a un sistema más amplio que trasciende el grupo local o el clan.
3. Mantenga, continuamente, mecanismos de control complementarios, en el que lo emocional y lo cognitivo se equilibren, con el mínimo gasto posible para el sistema como una totalidad.
Pues bien, como quiera que la familia se hace necesaria en este sistema por su función educadora; esto es, como unidad mínima de transmisión de conocimientos, valores y conductas asociadas a la conformación de la personalidad de los individuos y de sus patrones conductuales; y como quiera que la madre se convierte en el primer sujeto de transmisión, la nueva estructura comunitaria debe establecer un contexto restringido de acción para ella, que será caracterizado, como ya hemos dicho, por un espacio complementario en el que el hombre/padre/sacerdote (dominio) ejercerá un control intersubjetivo sobre la mujer/madre/virgen (sumisión).
Para ello, los arquetipos deben cambiar de contenidos, deben modificar sus significados, por lo que nos encontramos con que en las mitologías estatales la mujer aparece como potencialmente peligrosa; como aquello que produce el dolor y la muerte y, por eso, debe ser controlada por el hombre. Por el individuo concreto que establece lazos matrimoniales, que siempre son intersubjetivos, con ella (De todo lo expuesto se pueden poner muchos ejemplos: el mito de Adán y Eva, el mito de Pandora, el mito de Isis, los rituales de enterramiento de los Incas, en los que a las únicas mujeres que enterraban con honores, como a los grandes guerreros, eran a aquellas que habían muerto durante el parto,...)
Nos encontramos con que la mujer, reducida a su papel de madre y esposa, se constituye como complemento social (dominio/sumisión) del hombre, desde su origen y, por ello, el único tipo de interacción posible es el de complementariedad, en todos los ámbitos. De esta manera, el surgimiento del Estado provoca que se incida y refuerce el sistema de interacción complementario que había aparecido con el sistema de clanes, consiguiendo que la mujer, sustituta del grupo y del clan, transmita emocionalmente a su descendencia, un sistema de valores que imposibilite que la acción de los individuos pueda poner en peligro la supervivencia del Estado. Estamos hablando de sistemas hipercomplejos que necesitan multitud de mecanismos de control de conductas, y éstos, para que sean efectivos, tienen que ser muy próximos a los individuos. No se nos puede olvidar que, aun cuando nos sepamos, cognitivamente, miembros de un Estado, no nos sentimos ligados, emocionalmente, a la inmensa mayoría de los individuos e instituciones que lo componen.
Y esta última precisión es muy importante ya que nos sitúa de lleno ante la consideración racional de que la autonomía de la mujer es posible, y no nos damos cuenta que esa posibilidad es teórica, es decir, sólo es pensable, ya que para que fuerza real tendríamos que modificar las estructuras culturales que conforman el entramado de las relaciones complementarias.
En efecto, si pusiésemos en una lista todos los nombres de aquellas personas que nos importan, tanto emocional como cognitivamente, podríamos establecer una analogía entre las sociedades actuales y los comunidades de cazadores-recolectores del paleolítico (grupos locales, grupos reproductivos y grupos regionales). Si lo hiciésemos, nos daríamos cuenta de que cada unos de nosotros desarrolla su existencia cotidiana, en grupos que coincidirían esencialmente con los grupos locales y reproductivos. ¿Y el resto de los millones de individuos que forman parte de una sociedad? Para ellos está la ley, la razón, las instituciones, etc.
Así es más fácil entender las razones por las que las mujeres no vinculan emocionalmente ninguno de los fenómenos domésticos a su situación concreta. Llegando a distinguir entre las mujeres en general y cada una de ellas en particular; entre los hombres en general y su pareja; entre la familia y su familia… En este sentido la violencia doméstica, pongamos por ejemplo, es un problema social que tienen los demás.
Hemos visto que, conforme el grupo aumenta, la distancia cognitiva y emocional entre los individuos y el grupo se hace, como es lógico, cada vez mayor. Esto hace que la comunidad no sea efectiva como totalidad, para ejercer un control efectivo sobre el dinamismo de los propios individuos (sistemas abiertos y cerrados, conservadores pero creadores, estáticos pero dinámicos...), lo cual implica un peligro real, por cuanto el dinamismo creador del ser humano sin ningún tipo de control, y recuérdese que es una cuestión de control de posibilidades, puede poner en peligro, y de hecho lo pone, el equilibrio del propio sistema social, sometiendo a éste a un continuo proceso de desequilibrio y de desorden: conflictos internos y/o externos, redistribuciones de poder, desorganización institucional, heterodoxia, etc. que pueden poner en peligro la viabilidad de la comunidad.
En este momento, la intersubjetividad crea mecanismos para controlar cognitivamente a los individuos, “dejando en manos” de la familia el control emocional de los mismos. Pero hay que tener en cuenta que en la familia, es la mujer, la responsable última de la esfera doméstica, la que permanece en un contacto emocional continuo con los hijos, con lo que ella, como es normal, debe ser controlada a su vez, control que como hemos visto y seguimos viendo es ejercido por el varón, a través de unos complejos narrativos que crean un espacio efectivo de complementariedad.
¿Qué ocurre en la actualidad?
Se podría objetar que con el paso del tiempo la situación ha cambiado; que la distancia se ha vuelto a reducir, porque la ciencia, la técnica, la política, etc., han creado un espacio más limitado de interacción de los individuos, es decir, han acortado la distancia entre los individuos y el grupo a través de la tecnología, los medios informativos, los sistemas educativos, etc. Por ello, en la actualidad, hombres y mujeres están reorganizando todo sus sistema de interacciones, favorecidos, además, pero dicha reorganización, que cognitivamente está clara, se torna emocionalmente oscura, sobre todo porque se está produciendo un desajuste entre dicha por la concienciación sobre la igualdad de la mujer con respecto al hombre.
Siendo optimistas podríamos, inclusive, admitir que se están produciendo modificaciones en las relaciones entre hombres y mujeres, sobre todo en las dimensiones éticas y políticas, pero no es suficiente. Porque para que se puedan producir modificaciones profundas, debemos cambiar los modos que tienen los individuos de pensarse y sentirse emocionalmente, en el interior de las relaciones domésticas. Sólo de este modo podremos modificar los caracteres intersubjetivos y producir una reorganización y redefinición de las funciones que la familia debe cumplir en el seno de la comunidad.
Si tenemos en cuenta los datos obtenidos en mi investigación, podemos darnos cuenta:
1. Que las mujeres sujeto de esta investigación, consideran que la violencia doméstica es un problema que se soluciona fundamentalmente con educación, aunque inciden en la necesidad de leyes que persigan el maltrato.
2 Que la violencia doméstica es un problema que se interpreta desde dos dimensiones distintas:
a) Intersubjetiva, desde la que interpretan que la familia (no su familia) es el lugar donde se aprenden las conductas machistas y violentas. Con lo que la familia es pensada como el lugar originario para la solución a los problemas de la violencia doméstica.
b) Subjetiva, desde la que interpretan que la violencia doméstica es un fenómeno provocado por problemas psicológicos, tanto de ellas como de ellos.
3. Incluiría, aquí, una tercera conclusión: que los ciudadanos tienen más sentido común que los políticos, porque al menos ellas son capaces de vislumbrar el lugar dónde se origina la violencia doméstica: la familia complementaria.
Si tomamos todos estos datos, hay algo que las mujeres intuyen cognitivamente, pero niegan emocionalmente: que son sujetos transmisores de las causas que posibilitan la violencia doméstica, pero eso les ocurre a las demás, porque en su familia, tanto ella como su pareja, se complementan perfectamente.
Y esta interpretación encaja con los siguientes datos:
- Sólo el 30,4% de las mujeres con las que he trabajado reconocen haber presenciado algún episodio de violencia doméstica. En concreto sólo señalan, un caso. Pero, siguiendo con la sorpresa, no llega al 29% el porcentaje que hace referencia al maltrato psicológico.
- Todos los casos se dan fuera de su familia, porque en su entorno familiar, el 60% no había padecido ninguna conducta machista, y el resto, cuando afirman que sí han padecido conductas machistas por parte de sus parejas , asocian las conductas machistas, exclusivamente, a las labores del hogar. Como mucho, llegan a incluir alguna discusión con su pareja sobre quién conduce mejor si los hombres o las mujeres.
¿Cómo compaginar el 65% que considera que la familia es el contexto donde se origina la violencia doméstica, a través de la educación machista que reciben las personas; con el 60% (más el resto que sólo lo perciben en la colaboración en las tareas del hogar) que afirma que en sus familias ese tipo de conductas no se producen, o el 70% que no han presenciado, jamás, ningún episodio de maltrato?
Todo es interpretado desde valores masculinos, y desde ellos ni el maltrato psicológico es percibido, ni son machistas (bueno, sí lo son, pero sólo cuando preguntan, y aunque no son deseables sí son esperables), aquellas conductas cotidianas que responden a la identidad propia de cada sexo en el interior de las relaciones domésticas.
En definitiva, la autonomía es imposible y, por tanto, nos cobijamos bajo la sombra ficticia de la igualdad.
domingo, 4 de febrero de 2007
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