jueves, 28 de mayo de 2009

¿Por qué no las dejamos decidir?

No quiero escribir sobre el aborto, sino sobre la autonomía de la mujer y, que conste, que me parece bien que las mujeres de 16 (es la mayoría de edad sanitaria) años tengan la capacidad de tomar decisiones vinculantes con respecto a su vida y su existencia: si son responsables para decidir si les hacen un transplante o no, también deben serlo para tomar la decisión sobre si abortan o no. Al fin y al cabo es un reconocimiento a su autonomía, o lo que es lo mismo, a la capacidad de darse a sí mismas normas para su acción, que es lo que, precisamente, caracteriza a una persona, a un ser humano… Pero no, no quier enredarme en estas cuestiones. No voy a decir nada. Ni a favor ni en contra, porque mi opinión es irrelevante, porque es subjetiva y, por tanto, sólo la daré si una amiga me la pide.
Pero no por eso quiero callar ante tanta estupidez que oigo estos días porque en el fondo, maldita sea lo que les importa a los críticos la situación de las chicas de 16 años en particular y de la mujer en general. Han prendido esta hoguera alimentada por unas declaraciones, cuanto menos desafortunadas del presidente del gobierno, como podían haber prendido cualquier otra pira, ya que a fin de cuentas lo que les interesa es, como siempre, el control de la mujer, de su cuerpo, de su vida, de su destino…
Miles de años después y todavía seguimos con lo mismo.
Lo sabían los dioses olímpicos, lo sabía el dios hebreo, islámico y cristiano, lo sabían los apaches jicarillas. Lo saben los estrategas militares, lo saben los sacerdotes, imanes y monjes. Todos los sabían, todos lo saben: hay que desactivar el poder de la mujer, imposibilitar su autonomía, lastrar su independencia a través de un sistema doméstico. Así, la mujer o es madre o es niña; o es esposa o es hija, o es virgen o es prostituta, o es alma o es florero; o es sujeto o es objeto… No hay alternativa, la disyunción es exclusiva.
Pero esto no sólo es sabiduría divina, pues el hombre de la calle, corriente y moliente, también lo sabe, o al menos lo intuye, y de ahí ese miedo atávico a los cuernos, al gatillazo, a la eyaculación precoz, a todos esos síntomas que manifiestan su sumisión a la auténtica fuerza de la vida: el cuerpo de la mujer, y a su principio rector: la autonomía femenina.
Y así, en vez de aprender el verdadero secreto de la naturaleza; de alcanzar el clímax entre los brazos de la diosa; de abandonarnos al agridulce placer del orgasmo femenino; de someternos al inevitable dominio de la corporeidad; nos alzamos contra ella y la violamos; le arrancamos los dientes, la llamamos hembra porque su cuerpo viene del hombre; la reducimos a mero escote y pintalabios; la elevamos sobre finos tacones de porcelana; la acosamos, sobamos, agobiamos; en la casa, en la calle, en el trabajo, en la televisión, en las revistas, en los deseos… Dominamos su cuerpo, negamos su historia, subordinamos su voluntad, decidimos su destino: del polvo al polvo.
Porque para nosotros ¿qué es? Un breve instante placentero que nos coloca a la cabeza en la línea de salida para la siguiente generación. ¿Y a continuación? El mundo, la propia vida, el futuro, la profesión, la ciudadanía… Y para ella… ¿un instante placentero? Nueve meses de embarazo, un parto, un permiso de maternidad... ¿Y a continuación? El cuidado, la vida ajena, el pasado, lo que pudo ser y no fue, la maternidad, la familia…
O la combinación extenuante de ambas realidades: dobles jornadas laborales, reducción de horario por cuidado de mayores y menores dependientes, menos salario por el mismo trabajo, menos doctorados, menos presencia en puestos de toma de decisiones,…
¿No se merecen poder decidir qué quieren hacer con su vida? Simplemente eso: decidir por ellas mismas.
Pero no: debemos seguir escuchando a los obispos y demás salvapatrias, que en vez de ocuparse de sus asuntillos: pederastia, torturas, acoso sexual, en seminarios y colegios; o corruptelas mayores y menores de trajes (que cutrez) con micrófono, que lo mismo sirven para sobornar a un cargo político como para espiarlo, o desproteger espacios naturales para urbanizar, o vaya usted a saber qué otras mezquindades aéreas hay por ahí.
¿Y qué es lo que nos dicen semejantes paradigmas éticos en pleno siglo XXI? Que la mujer debe ser controlada y custodiada. ¿Y quiénes son sus custodios? La negación vergonzante de su propia naturaleza, la sumisión deseada ante el hombre y el temor voluptuoso ante Dios, o lo que es lo mismo: la costumbre, el hombre, la Iglesia y Dios.
Seguimos queriendo opinar, tratándolas como si fuesen menores de edad, como si ellas no supiesen lo que quieren hacer con sus propias vidas… Insistimos, opinamos, presionamos, acosamos… ¿Por qué no las dejamos tranquilas de una vez?
Es muy simple: que decidan por sí mismas.
A ellas les iría mejor, al mundo, también… ¿Y nosotros? Calladitos estamos más guapos.